Ni una casa grande ni el cuerpo perfecto. Nuestro significado de felicidad yace en la mirada de nuestros hijos.
Pepe es feliz como pocas personas que conozco. No hizo falta mucha indagación para conocer el por qué de su felicidad: él es padre y conoce ya la satisfacción de la paternidad cumplida… esa satisfacción que todas añoramos sentir algún día cuando crezcan los hijos y los veamos realizados y completos.
Pepe llegó a nuestra mesa a saludar, como suelen hacerlo en restaurantes los encargados. Nos preguntó si nos gustó la comida, dijimos que sí. Nos preguntó si habíamos visitado el restaurante durante una noche de flamenco, dijimos que no, pues los miércoles Mariana tiene clases de porrismo. En broma, ofreció cambiar el día a jueves para nuestra conveniencia, pero a eso respondimos que tampoco, porque pronto empieza la temporada de soccer de Daniel y tiene práctica ese día. Eso bastó para abrir la puerta a la felicidad de Pepe.
Pepe es mexicano. Hace varios años, donde inicio esta historia, Pepe visitó Texas con su familia y fue a parar a un supermercado. Allí un cajero le preguntó a su hija algo común, algo así como si quería bolsa de plástico o de papel, o si le gustaría uno de los dulces de cortesía. Una pregunta banal. La pequeña, quien no hablaba inglés, miró al cajero inhibida y con ojos de susto. Esto me lo contó Pepe, porque ese fue el preciso momento en que su vida tomó un nuevo rumbo, por el futuro de su hija.
Al regreso de las vacaciones, Pepe dejó sus maletas empacadas, arregló sus asuntos, se despidió de su familia y volvió a Texas. “Todos me dijeron que estaba loco”, cuenta Pepe. En México tenía un buen trabajo y una buena vida. En Texas era un inmigrante más, de los que llegan con las manos vacías.
Primero habrá conseguido dónde vivir y algún trabajo, eso era irrelevante en su historia y no me dio detalles más que decir “tenía que estabilizarme” antes de traer a su familia. A los dos años llegaron su esposa e hija a visitarlo y se quedaron con él.
Los ojos de Pepe se agrandan y brillan cuando recuerda esta parte. Su hija, quien para entonces iba a la secundaria, llegó sin hablar el idioma. Tras solo un semestre en el programa de clases de inglés, fue trasladada a las aulas normales. Así de pronto lo aprendió. En su escuela también hizo algo que nunca antes había intentado: jugó fútbol, o soccer, como le llaman en Texas.
“En México daba igual si pateaba con la derecha o izquierda”, cuenta Pepe, “ella nunca jugó” (porque las niñas no juegan fútbol; es el deporte de los hombres, aunque eso ya va cambiando). “Acá en la escuela fue donde le enseñaron y vea ya adónde está”, sonríe y gesticula Pepe.
Adónde está es en la universidad. La semana pasada Pepe y su esposa la llevaron a instalarse en su dormitorio en el campus de la Universidad Texas A&M en Corpus Christi, donde ahora forma parte del equipo de soccer y tiene una beca parcial.
Todas esas noches lejos de su familia, la vida que dejó atrás, todas las dudas, empezar de nuevo desde más debajo de cero, “todo ese sacrificio –esa es la palabra que estaba buscando–”, dijo Pepe, “ahora por fin ya sé que valió la pena”.
“Yo no quiero una casa grande, pero sé que mi hija sí la tendrá. Yo quería que fuera aquí a la universidad para que tenga todas las oportunidades del mundo, y ya mi sueño está cumplido”. Pepe irradia felicidad. Se le nota a la distancia.
“Es la satisfacción de alcanzar una meta. Para algunos será bajar de peso, comprar una casa grande, dormir más o cualquier otro objetivo que se propongan. Uno se siente bien cuando lo logra”, son sus palabras de sabiduría de padre.
Yo quiero sentir esa felicidad algún día, aunque mi objetivo es un poco menos tangible. Yo quiero que mis hijos sean felices. No sé cómo se verá eso ni qué sabor tendrá, pero estoy segura que mi corazón de madre reconocerá el momento. Tal vez mis ojos, grandes y brillantes, me delaten durante una conversación con perfectos extraños en un restaurante.
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